Artículo periodístico

viernes, 20 de noviembre de 2009

 



La casa de los siete ahorcados
Por: Diego Delfino / Fotografía Jorge Navarro


Cerca de la nave espacial, la multitud asombrada está reunida admirando la nueva imagen del Apocalipsis. Un periodista, sin advertirlo, entrevista a quien la trajo hasta nuestro planeta. “Supongo que está tan asustado como todos nosotros”, le dice. Klaatu, sobrio, contesta: “De forma distinta, tal vez. Me asusta ver a la gente sustituyendo a la razón por el miedo”.

No hay siete ahorcados. Nunca los hubo. Hay sí, una colección de vagabundos que se vienen repitiendo una historia absurda desde hace décadas. Sus tantas variantes y su origen desconocido la ubican como parte de eso que los poetas contemporáneos llaman con romanticismo “imaginario colectivo”. Cosas bonitas, diría Armando Rodríguez; pero en este mito, no las hay.

¿Qué posible encanto tiene la imagen de dos ancianos consternados por las piedras y los gritos a la hora de dormir? Así pasaron los últimos años de su vida John Otto Knohr y Maria Cecilia Castro. Él falleció hace más de un lustro, ella, hace un par de meses. Así pasan todavía las noches sus descendientes en “la casa de los 7 ahorcados”.

John nació a inicios del siglo pasado, por lo que cuando su padre (Eric Knohr) levantó esta emblemática casa en 1920, ya tenía suficiente edad como para recordarlo. En vida, hace 15 años ya, dijo al periódico La Nación: “Durante la semana, la gente viene a ver la casa y a molestar, y los fines de semana la situación se vuelve peor. Yo no me explico de dónde salió el cuento de los ahorcados; aquí nunca ha pasado nada extraño”.
De todo menos ahorcados

Mucho tiempo después, el panorama es el mismo. Doña Vera González, la vecina del frente, me atiende con amabilidad. “En 75 años que tengo de vivir en este barrio y 53 de vivir en esta casa, nunca he visto o escuchado nada extraño”. Tiene cara de haber explicado esto cientos de veces. “El único ruido que escucho en las noches es el de los jóvenes que pasan a darle mala vida a mis vecinos”.

Como mandados por el designio del infortunio, tres muchachos que recién tomaban fotos con sus celulares interrumpen nuestra conversación. Lo que a continuación reproduzco no es ficción ni “imaginario individual”, tal cual lo leen, lo grabé:

-¿Tiene su historia esta casa, verdad?

-Eso estamos hablando con este muchacho, pero no, son mentiras, no tiene ninguna historia rara. No. La gente es la que ha inventado.

-Pero vieras que nosotros eh... hasta por Internet nos metimos y ahí sale.

-Sí claro, que los 7 ahorcados y qué sé yo. Mentira, mentira, ahí nadie se ha matado, ni se ahorcado, ni nada.

-Pero dicen que asustan de noche.

-Mentira, nada. La gente que inventa. Ahí queda oscurísimo, entonces pasan haciendo maldades, pero a mí solo me da miedo de que me asalten.

Así, gracias a ese dios incuestionable que es Internet, la leyenda de la estupidez sigue reciclándose y sigue haciéndole mala cara a todo aquel que quiera desmentirla.

Con esa idea fui a tocar la puerta a la casa de los Knohr. Por respuesta, una jauría me ladró enardecida desde el portón. Conté seis perros antes de que la doméstica me echara cual enemigo hostil.

De poco sirvió identificarme y explicarle el motivo de mi visita, elaboró una absurda historia sobre su patrona ausente, sobre un niño que dormía y sobre cómo ella tenía solo una semana de laborar ahí. A pesar de sonar a estribillo ensayado, me resultó tan convincente como la idea de que ahí mismo siete personas se colgaron en el lapso de un mes.

Exhiliado, caminé unos metros como quien pretende marcharse y me encontré con Gustavo Chacón, el wachi de la cuadra, quien al igual que doña Vera, no quiso ser fotografiado. “Mire, no hay día que no pase alguien preguntando. Algunos toman fotos, otros tiran piedras, otros inclusive intentan meterse”. Don Gustavo tiene más de veinte años de cuidar los carros que parquean en esta, la Calle 13. La vía se recuesta sobre los límites del Zoológico Simón Bolivar, formando una especie de codo que rodea la infame casa. Al caer la tarde, la falta de iluminación es evidente. “Aquí se ve de todo: drogas, asaltos, pornografía... de todo menos ahorcados”.

Trato de recuperar a los ahorcados, pero ella, como el resto de los vecinos, no quiere saber nada de ellos. “Sabe, las monjitas sufren, no ve que los gringos compraron la propiedad donde está la Virgen de Guadalupe. ¡Ay Dios!, y ahora quieren la casa de Max Jiménez”. Al salir, doña Arlene quiere que fotografíe el Bar. Tiro un par de fotos y queda descontenta “no se atrevió a tomarles la cara”.

Claro que no. Los ahorcados me tienen sin cuidado, los gringos mafiosos no. Sale entonces una mujer morena pero rubia, como solo aquí se ven. “Esa es la peor, La Macha”. Desde arriba, las otras dos le gritan acusándome “¡Macha! Ese estaba tomando fotos”. La Macha nos enjacha, nos regala unos improperios y arranca amenazante su cuatro por cuatro a toda velocidad. “Ha sido suficiente doña Arlene, buenas tardes”.

Le dije a la doméstica que volvería, y así lo hice. Esta vez, procuré concertar una cita previamente. Como Ana Victoria Knhor no figura en el directorio, llamé a su hijo, el licenciado Ignacio Herrero Knhor, de quien hasta Google da cuenta. Cortés pero cortante, educado pero impaciente, me dijo en menos de un minuto todos los motivos por los cuales no sería recibido en la casa.

“Mi madre no es propietaria, es copropietaria, y la casa hoy día está en medio de una sucesión que no ha estado exenta de malos entendidos”. Aparentemente, a la señora Knhor le gustaba recibir a la prensa, pero a los otros propietarios no tanto. “Mire, le aseguro que no lo van a recibir, no van a recibir a nadie”.

El momento no parece ser el más oportuno. La abuela recién falleció y todos quieren su parte. “Mientras yo esté vivo, me voy a quedar aquí. Ya después, que los demás hagan lo que quieran”, había dicho don John. Santa palabra la del abuelo, cómplice directo del deterioro en el que cayó la casa, pues concluyó que de nada serviría arreglarla si de por sí los intrusos la dañaban constantemente.

Llevo a mi esposa como carnada, que las mujeres sin barba son siempre mejor recibidas. Toco la puerta. Nada. Toco el timbre. Nada. Toco la otra puerta. Nada. Revisito a doña Vera. Conversamos. Aguardo sigiloso. Entonces, la oportunidad. El carrito de la veterinaria al timbre. Están perdidos, tienen que salir. Nadie que se precie de tener seis perros no atiende al veterinario.

Nos acercamos y hacemos fila detrás del mensajero. De nuevo, la doméstica y su cara de bull dog. “La señora no está”. Le digo que no importa, que seguiré visitando todos los días hasta que me atienda. “Mire mi amor, no le voy a mentir, aquí no se va a recibir a nadie, han venido otros medios y la señora tampoco los pasó”. Hablando se entiende la gente.

La prueba del miedo

Los fantasmas y las apariciones no me son un problema. Cualquier cosa en la que alguien pueda creer sin que nadie haya postrado sus ojos sobre ella, me resulta tan amenazante como la delantera de Alajuelense. Así las cosas, marcando el reloj las cinco de la tarde, mis preocupaciones distaban de tener algo que ver con los ahorcados. “Después de las cinco esto se pone terrible, a cualquiera se lo ganan”, me había dicho don Gustavo.

Dieciséis carros conté a las tres. Para cuando eran las cinco y media y apareció el fotógrafo, solo quedaba uno. Ninguno tuvo problema al arrancar (uno de los sucesos paranormales atribuidos al mito). El problema lo íbamos a tener nosotros si volvía La Macha o si aparecía alguna pequeña mara capitalina. “No hay nada, la cámara está asegurada”. Silencio total. En la Calle 13 ya no se escuchaban ni los gritos de las monas del zoológico.

Anochece. No es difícil ver la gasolina que aporta el lugar al mito. La estructura resiente los años y el maltrato, las ventanas no se cuentan por ahorcados, sino por quebrantos, y las mallas parecen delimitar zona de guerra. Adentro, a lo alto, el icónico play oxidado. De las hamacas surge solo un gato.
Pasa entonces un carro y se detiene. “Maes, ¿esta es la casa de los ahorcados?”. Asentimos. Nadie está para explicaciones y con el imaginario colectivo no sirven de mucho. Arrancan emocionados y desde las ventanas gritan “!Salgan ahorcados! ¡Salgan! ¡Boooooooooooo!”.

Klaatu está disgustado, impaciente. Los líderes del planeta Tierra se rehúsan a reunirse con él para escuchar el mensaje que trae desde otro mundo. El secretario de estado gringo se disculpa: “su impaciencia es comprensible”. Él replica letal: “Soy impaciente con la estupidez. Mi gente ha aprendido a vivir sin ella”. Cómo te envidiamos Klaatu.

Tomado de la revista Soho

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